Tradicionalmente se suele considerar que la máxima autoridad de una institución tiene una posición de garante que lo hace responsable por todo acto que cometan sus subordinados. Dicha consideración es manifiestamente incorrecta. Los deberes funcionariales de la persona que lidera una institución, por ejemplo, que ostente la titularidad del pliego, no son distintos a los deberes del resto de funcionarios; si bien por ejercer el liderazgo tiene un mayor poder de decisión y una mayor injerencia en la actividad de la institución pública, pero sus deberes funcionariales también se rigen por el marco normativo de la institución que delinea la esfera de competencia de cómo debe conducirse en el ejercicio del cargo. Por tanto, si es del caso exigírsele un deber especial de supervisión, dicho deber debe estar normativamente establecido y formar parte de sus competencias. Naturalmente, ello podría colisionar con funcionarios que, precisamente, tienen determinado dicho deber de supervisión, como son los encargados del control interno.[1]
La necesidad de acudir al principio de confianza es más evidente cuando hablamos de organizaciones complejas, como son las instituciones públicas, en las cuales la persona tiene que interactuar con muchos otros funcionarios día a día. Por ende, si el funcionario público tuviera como exigencia permanente verificar que otro funcionario ubicado en un nivel jerárquicamente inferior o en un nivel horizontal al suyo cumple o no su función, no le quedaría lugar para cumplir sus propias labores. De ahí que se parte de una presunción: todo funcionario con el que se interactúa obra en cabal cumplimiento de sus funciones.
El principio de confianza, explica el maestro alemán Günther Jakobs[2], significa que se autoriza o se acepta que la persona confíe en el comportamiento correcto de los otros dentro del desarrollo de una actividad riesgosa socialmente aceptada, que se ejecuta de forma colectiva u organizada.
Para el maestro, el principio de confianza “otorga libertad de acción a pesar del peligro de un desenlace negativo, pues de este peligro ha de responder otra persona. El principio de confianza posibilita la división del trabajo mediante un reparto de responsabilidades”.
Asimismo, Enrique Bacigalupo, maestro argentino, señala que, de acuerdo con el principio de confianza, no se imputarán objetivamente los resultados producidos a quien ha obrado confiando en que los otros actuarán también dentro del ámbito del riesgo jurídicamente permitido.[3]
Es en el ámbito de competencia del garante en el que se tiene que verificar un riesgo prohibido o un defecto de organización, para imputar objetivamente al autor la afectación al bien jurídico, en este caso, el correcto funcionamiento de la administración pública.
En tal sentido, el principio de confianza tiene como consecuencia práctica que la persona que actúa dentro del ámbito del riesgo permitido, u organiza adecuadamente su ámbito de competencia, no tiene el deber de considerar en su actuar que se le pueda imputar la supuesta conducta antijurídica de un tercero que pertenece a la organización (…).[4]
Es válido entonces señalar, que un Director, Gerente o Jefe, pueda confiar en que los asesores legales de la institución que dirige, verifiquen la ausencia de vicios legales, y el cumplimiento de la normativa especializada, con más razón, si existen documentos como Informes técnicos, que sustentan y recomiendan una posición, es decir, que estos “se van a comportar respetando las normas ya que ello está garantizado por el Derecho, a no ser que se tenga ya evidencias de lo contrario”.
El principio de confianza permite que las autoridades, suscriban determinados documentos que cuentan con documentos adicionales de respaldo, así como las visaciones correspondientes, que avalan la legalidad de la misma, pues se trata de una división vertical del trabajo técnico.
Es necesario señalar lo que indica la Corte Suprema al respecto, indicando que el solo hecho de tener la titularidad del pliego, no le impone vinculación con un hecho delictivo, así lo ha establecido la Corte Suprema en la Casación 23-2016, Ica:
“La exigencia del deber de supervisión al titular de una institución, sin más fundamento que por ser el titular de la misma, podría menoscabar el desempeño de las funciones de la institución, pues dedicaría más tiempo a controlar al resto de funcionarios que a desempeñar sus propias funciones. Esta postura haría ineficaz la división del trabajo, sobretodo en órganos donde existen personas especializadas en dicha función. Y, si la atribución de responsabilidad penal solo se basa, sin más fundamento, en que por ser la máxima autoridad de la institución, debe responder por los actos de cualquiera de sus subordinados entonces estaríamos ante una flagrante vulneración del principio de culpabilidad (…) precisamente contra esta posibilidad de imputación de responsabilidad basada en el puro resultado, además del principio de culpabilidad, opera el principio de confianza, que brinda legítimamente al funcionario de alto nivel la posibilidad de confiar en quien se encuentra en un nivel jerárquico inferior, máxime cuando este último posee una especialización funcional”.[5]
[1] Casación 23-2016, Ica, 4.48
[2] Günther Jakobs, Derecho Penal Parte General. Fundamentos y Teoría de la Imputación, Obra citada, p. 254.
[3] Enrique Bacigalupo, Derecho Penal. Parte General, 2º edición, p. 276, Hammurabi, Buenos Aires, Argentina, 1999.
[4] Bernardo José Feijoo Sánchez, Obra citada, p. 291.
[5] Fundamento 4.48.